Publicado en el taller de Literautas "Móntame una Escena" nº20
A pesar de llevar los ojos vendados, fue fácil adivinar que dejábamos la carretera para adentrarnos en un pedregoso camino. Cada canto se incrustaba directamente en mis riñones. Las manos atadas no ayudaban a mitigar las sacudidas.
A pesar de llevar los ojos vendados, fue fácil adivinar que dejábamos la carretera para adentrarnos en un pedregoso camino. Cada canto se incrustaba directamente en mis riñones. Las manos atadas no ayudaban a mitigar las sacudidas.
No podía estar
seguro de donde estábamos, el olor a marihuana y las risas y
bravuconadas de los otros tres exaltados ocupantes del vehículo me
saturaban la cabeza y me nublaban de cualquier información del
exterior. Antón, Víctor y Jorge, el arregla-todo,
que me habían sacado de la oficina amordazado. Poco después me
quitaron la mordaza con la condición que mantuviera silencio. Eran
los raros de la empresa, la excepción en la camaradería que
se respiraba en la oficina.
Una nueva curva a la
derecha. El coche perdió velocidad y aparecieron dos puntos rojos
suspendidos a tres palmos del suelo que traspasaron la venda de mis
ojos.
–¿Ese coche...?
¿no conocen el camino? –se sorprendió Víctor, a la derecha del
conductor, .
–¡Claro que lo
conocen, vinieron conmigo a prepararlo todo! –respondió Antón
mientras detenía el coche.
–Voy a ver que
pasa –Jorge abrió la puerta trasera izquierda. Los demás
callamos. Expectantes, ellos. Agudizando el oído, yo. Es curioso lo
que puede llegar a mejorar la atención auditiva humana cuando llevas
tiempo privado de la vista.
–¡Quieto, cierra
esa puerta! –el grito escapó de mis pulmones rasgando tráquea y
cuerdas vocales, ni pensé en que tenía prohibido hablar. Un
silencio casi absoluto penetró al abrirse la puerta, a excepción de
un gruñido casi inaudible, un susurro que, como la corriente de un
relámpago, me recorrió la espalda bajando desde la nuca, y los
brazos hasta la punta de los dedos.
Lo siguió un
silbido que acuchilló el silencio y me taladró los oídos hasta
clavarse en el núcleo de la cabeza. Y otro zumbido, ahora más
grave, como el que hace un trapo viejo al rasgarse, breve pero
intenso. Noté como Jorge entraba de nuevo en el coche. Se sentó
bruscamente y se dejó caer hacia atrás. Su espalda me aplastó la
cara contra la ventanilla trasera izquierda. Me salpicó un líquido
denso y caliente. A Jorge lo zarandeaban unas extrañas convulsiones
que me martilleaban contra la puerta. El fluido caliente y de olor
dulzón resbalaba ya por mi pecho. Tenía que esforzarme por
controlar las nauseas. Intenté quitarme al arregla-todo
de encima. Imposible. No podía mover las
piernas para catapultarlo lejos de mi. Las manos, atadas e
inutilizadas entre su espalda y la mía tampoco me eran de ayuda.
Me estremeció el calor de
un aliento nauseabundo y un sobrecogedor ronroneo acechando tras el
cuerpo de Jorge.
—¡Dios, le ha
arrancado la cabeza! —Antón, histérico, abrió su puerta y corrió
como no habría hecho en su vida. Tras él desapareció el aterrador
gruñido. Instantes después un grito, mitad aullido mitad quejido,
hendió mis oídos.
–¡Víctor,
ayúdame! ¡Víctor, tienes que desatarme las manos! –no obtuve
respuesta del copiloto.
Forcejeé. Nada,. Iba a
escapar antes el corazón de mi pecho. Estiré las manos hasta
ponerlas bajo Jorge. Noté algo, debía ser su inseparable navaja
suiza. Rebusqué con los dedos hasta pescarla. Casi me saco el hombro
de sitio, pero conseguí desatarme y recuperar la visión.
Sangre. El rojo
predominaba en todo el habitáculo, pero no me detuve a pensar.
Desterré al amasijo aparcado a mi lado y salté al volante. El coche
seguía en marcha. Víctor, inerte y mirando al infinito. Aceleré y
rebasé al todoterreno que obstruía el camino, se contaban hasta
cinco cuerpos a su alrededor.
Una vieja mansión
se alzaba a unos cien metros. Paré, miré alrededor. Nada.
«Demasiada tranquilidad»
pensé. Di unos pasos hacia la casa. La sombra que nacía en mis pies
ya tocaba la fachada del edificio. A mitad de camino aparecieron más
sombras, advertí pasos amortiguados a mi espalda. Corrí. También
aceleraron. A pocos metros de la entrada se iluminó todo. Se abrió
la puerta y salieron dos gatas mientras una sensual melodía se
apoderaba del sigilo nocturno. Se desnudaban al ritmo de la música.
Me giré desconcertado. Allí estaban todos los de la oficina,
disfrazados, riendose a carcajadas. «¡Hijos
de puta!» no pude
reprimir pensarlo. Me abrazaban, mi ritmo cardiaco se iba
normalizando. Todo había sido una broma por mi próximo enlace.
Ya calmado, observando como todos se
divertían, empecé a buscar entre ellos. Un escalofrío me recorrió
el cuerpo al no encontrar a mis “secuestradores”. Dirigí la
mirada hacia el coche. Un cuerpo seguía anclado al asiento del
copiloto.