sábado, 3 de enero de 2015

La Dalia Rosa



El funcionario dejó las pertenencias de Ignacio sobre el mostrador y le acercó el teléfono. Ignacio lo miró, dudó pero no llegó a descolgar. Cogió sus efectos personales y, sin mirar atrás, atravesó la puerta de enormes cristales blindados para escapar de la jaula donde lo habían retenido durante tres largos años, los peores de su vida.

Metió la mano en la bolsa de sus bienes, sacó un sombrero negro y se lo caló con una sonrisa.

—¡Taxi! —Alzó el brazo e inclinó el cuerpo hacia la calzada.

El ambiente a pino proyectado desde debajo del retrovisor le golpeó al abrir la puerta, se sentó y, tras aspirar una bocanada del exterior, la cerró.

—Arranque, ya le guiaré. —Su voz tuvo que pelear con los quejidos de un cantaor para hacerse audible.

La ciudad pasaba por la ventanilla mientras hacía girar el sombrero entre las manos. El chófer no dejaba de mirar por los retrovisores de forma no muy disimulada, Ignacio comprendió que no le miraba a él.

—La próxima a la derecha, después afloje y vuelva a girar a la derecha, así comprobará si nos siguen —ordenó al taxista.

—¿Cómo sabe que nos siguen si no ha mirado atrás?

No contestó, sonrió y siguió jugando con el sombrero, mirando sin ver a través de la ventanilla la calle donde empezó todo.

—En efecto, nos están siguiendo —confirmó el taxista.

—Aparque —dijo con voz serena. Le tendió un billete y una tarjeta al chófer cuando éste hubo acabado la maniobra— ¿Podría hacerme el favor de entregar esta tarjeta a los tipos que me siguen en cuanto me vaya? Puede quedarse con el cambio.

Abandonó el taxi y caminó calle abajo. Paró ante una cafetería. Laura le había presentado allí a Tomás, su primo. Tras su reflejo inspeccionó las mesas donde le había convencido para robar con la complicidad de Tomás la Dalia Rosa, un diamante único de su madre, quien la quería encerrar en un internado y alejarla de él para siempre. La segunda parte del plan era desaparecer para disfrutar eternamente del amor que se tenían. Por el rabillo del ojo vio al taxista entregando la tarjeta, tal como le había pedido, a una pareja. En pocos minutos podría reunirse con Laura, pero había planeado ser el último en llegar a dicha reunión. Siguió caminando hasta una floristería a tres establecimientos de distancia.

—Una dalia rosa, por favor —pidió quitándose el sombrero. Era la flor preferida de Laura.

—Excelente elección ¿Conoce su significado?

—Intentaré hacerte siempre feliz. —Pagó ante la cara de asombro de la florista y salió de nuevo a la calle con el sombrero calado, justo para ver como la pareja entraba en la cafetería. «Laura, ha llegado el momento». Deshizo sus pasos hasta la cafetería. Entró, esta vez sin quitarse el sombrero.

Se podría decir que no había pasado el tiempo. Las cuatro mesas de siempre seguían a la derecha de la entrada, junto al cristal, y enfrente la larga barra con los seis taburetes. La primera mesa era la única sin clientes. Una Madre con su hija ocupaban la segunda mesa y un hombre de mediana edad acompañado de una mujer que aparentaba ser algo más joven, la tercera. Laura, como de costumbre, estaba de espaldas en la última frente a Tomás, quien no pareció reconocerle mientras se acercaba a ellos.

—Hola, Laura —dijo con tono de reproche entregándole la flor—. Podrías haberme visitado… Lo he esperado durante tres años.

—¿Ignacio? —preguntó sorprendida— ¿Pero… Cuándo has salido? No pude...No… No me dejaron… ¿Has traído el diamante?

Ignacio se sentó, se quitó el sombrero, lo dejó sobre la mesa e hizo un amago de sonrisa.

—No lo encontré donde me dijisteis, si no ya lo tendrías. Me entretuve más de la cuenta y me pillaron, pero pude coger otra cosa. —Miró a la pareja de la mesa de al lado, el hombre jugaba con una tarjeta entre los dedos. Sacó un sobre y se lo dio a Laura—. Ábrelo.

Laura extrajo una fotografía. Se puso pálida. Aparecía con Tomás, eran camareros en una de las fiestas que organizaba su supuesta madre. Sintiéndose descubiertos, intentaron huir. La pareja de la mesa de al lado se les echaron encima. Ignacio cogió el sombrero y abandonó el local.

Paseando de nuevo por la calle, se quitó el sombrero, metió la mano en él y despegó un trozo de tela del fondo. Sonrió mientras guardaba la Dalia Rosa en el bolsillo.