martes, 21 de abril de 2015

La maldición

Taller de #escritura nº25. Móntame una escena: la maldición



Pasada la línea de ricos pabellones, Aníbal descubrió un campo sembrado de humildes lonas de siervos y caballeros menores, de caballerizas de campaña y de hogueras rodeadas de plebe durmiendo al raso. En medio de aquel mejunje descollaba una forma semiesférica con armazón de caña rebozado en pieles. Semejaba una lúgubre covacha andariega. La boca del infierno, la llamaban los rumores. A Aníbal, ahora que la veía, no le parecían exagerados. Algo comparable al miedo le impedía el acceso.


—El gran señor de Pinares, valeroso en la lucha, al que apodan El Bravo, ¿recela en el umbral de mi humilde cabaña? —La ajada voz sorprendió a Aníbal.
—¡No es miedo lo que sufro, mujer! —respondió recalando en el cubículo.
Decenas de velas iluminaban a una anciana de pelo cano, encorvada, arropada en una capa de paño negro y rodeada de frascos y hierbas.
—¿Y qué puede hacer sufrir al guerrero más fiero del reino? —inquirió con sorna.
Aníbal, iracundo por la ironía, pensó en marcharse, pero dominó su orgullo y, después de un breve silencio, prosiguió:
—Me fallan las fuerzas. Ayer, en la lid, la lanza me pesaba como si fuera de plomo, con las piernas no podía presionar lo necesario para dominar al caballo y mi visión se emborronaba al enfocar a mi adversario. Nunca me había sucedido nada parecido —dijo preocupado—. He oído de sus habilidades, ¿puede arreglarlo?
La vieja parecía nerviosa, sorprendida. Se puso a rebuscar en los frascos. Al fin dio con uno, lo abrió y volcó su esencia. Huesos y piedras rodaron bajo la mirada de la anciana. Al cesar el baile de cachivaches, la mujer elevó veloz la cabeza y clavó los blancos ojos en Aníbal. Él padeció un escalofrío.
—Es un hechizo... Muy poderoso...
—¿Vencerme con brujería, apocarme con magia de feria? —Aníbal no pudo reprimir una carcajada.—  Alguien lo probó hace muchos años. El Brujo, le llamaban. Ese día acabaron sus falsos maleficios.
—No deberías verlo como una broma, es muy eficaz —quiso explicarle—, aunque no para vencer en la lucha. El conjuro de amor se apodera del alma del deseado y la exprime, la deja seca, sin vida.
—¡¿De amor?! —se sorprendió Aníbal— Nunca me han escaseado las mujeres cuando he querido, pero no soy un galán perseguido por doncellas ofreciéndome sus favores, no soy nada agraciado, ¿Quién querría enamorarme?
—Un heroico guerrero induce pasiones dispares…
—¡Déjelo! ¿Puede eliminar el conjuro?
—Será difícil, y me llevará varios días, pero creo que sí.
—No dispongo de días, lucho hoy, en breve me espera un duelo singular, un lance de honor.
—Pues no podré hacer mucho... —Desplegó un pequeño pañuelo, puso sal mezclada con varias hierbas sobre él, unió las esquinas y las amarró con los dos cabos de un cordel, creando una especie de collar.— Llévalo colgado del cuello —dijo acercándoselo—, que la bolsa quede en medio del pecho. Paralizará el conjuro si permaneces alejado de la madre del hechizo.
—¿Qué quiere decir?
—Si hueles su aroma volverán las dolencias de ayer; si cruzas la mirada con ella será peor, quedarás a su servicio —le aclaró.
—Comprendo, procuraré enfocar sólo a mi rival. —Se colgó el collar y abandonó la cabaña de la sanadora.


Aníbal siguió los consejos de la anciana. Parecía ir bien, pero con las primeras refriegas volvieron las malas sensaciones. Sus maniobras eran vagas y sus golpes cada vez más débiles. Su visión se nublaba. Aún así se sabía superior al rival y, a base de mandobles, logró cansarlo. Para el desenlace, blandió la espada a dos manos girándola sobre la cabeza y descargó un golpe aprovechando el peso del arma. Su rival se defendió alzando su acero, pero el mandoble le desarmó e hirió la mano. Quedó arrodillado, de espaldas a Aníbal, quien, amenazando con la espada, lo fue rodeando.
—Alzad la cabeza y decid cómo os llamáis para morir con honor —ordenó Aníbal ya cara a cara.
Observó como su rival apoyaba la mano dañada en la pernera para aliviar el dolor y con la izquierda abría la visera del yelmo ya erguido. Unos ojos azules, femeninos, se apoderaron de su alma. Su cuerpo se paralizó. No pudo reaccionar al impulso felino con el que, el adversario, esquivó la espada lanzándose hacia él. Casi no percibió como la daga aparecida en la mano derecha del enemigo se hendía en su corazón. Murió ahogándose en esos ojos y escuchando:
—Mi padre se apodaba El Brujo. Yo soy La Maldición.

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