martes, 26 de mayo de 2015

Misofonía extremada

Escena 26 del taller de Literautas.

—¿Puedes cerrar bien el grifo? —dijo Carlos en voz lo suficientemente alta como para ser escuchado desde cualquier rincón. El monótono goteo de un grifo mal cerrado le estaba sacando de quicio—. ¡Que cierres el puto grifo! —insistió gritando, desgañitándose—. ¡Vieja inútil! ¡Ya no vales ni pa' eso!

Se levantó de súbito y la silla rodó tras él. En dos zancadas, llegó a la cocina y abrió la puerta de un manotazo. Fue hasta el fregadero, atenazó la llave con rabia y cerró el grifo.

—¿Pero dónde cojones...? —empezó a decir al ver que su madre no estaba. En su ira transitoria había olvidado que huyó espantada en el transcurso de otra de sus crisis, mientras cenaban.

La buena mujer, sufriendo la soledad de su hijo, hacía lo imposible por facilitarle la existencia en cuanto estaba a su alcance: le visitaba a diario, le hacía la colada, se encargaba de la compra, limpiaba... La noche anterior decidió quedarse a cenar con Carlos. Fue una mala decisión, el párkinson que padece provocó una escena horrible, el repiqueteo del cubierto contra el plato y su dentadura enfureció a su hijo de un modo inédito hasta ese momento. Carlos perdió la cabeza. Le gritó. Le insultó. Hasta le llegó a agredir lanzándole lo que tuvo a mano. A duras penas pudo escabullirse, la desdichada mujer.

Carlos no hacía más que darle vueltas a la ausencia de su madre. Le parecía extraño que, a media mañana, no hubiera aparecido todavía. Se acercó al ventanal que daba a la calle. Vio más movimiento que de costumbre. Sintió envidia. Hacía mucho tiempo que no salía del apartamento. Recordó que había dejado de ir al cine porque le irritaba la gente comiendo pipas o palomitas; a los restaurantes por el ruido al masticar, sorber y modo de respirar del resto de comensales; y el sonido que hacían los transeúntes al caminar, el compás que marcaban los tacones contra el pavimento, le condujo a la clausura.

Siguió rastreando la calle desde detrás de los cristales. No había vestigio alguno de su madre. Pudo observar la creciente aglomeración y el carácter festivo que respiraba la multitud. Un escalofrío le recorrió la espalda, acababa de recordar que estaban en Semana Santa. Se aseguró de que todo estuviera bien cerrado y comenzó a bajar las persianas frenéticamente, presa de un pánico irracional, envuelto en un sudor frío. El bullicio de las fiestas no le afectaba de manera especial, pero sabía que, más pronto que tarde, llegaría el retumbar de las procesiones y sus marchas. Percibía, aunque lejano, el jaleo popular, el jolgorio de la muchedumbre. Andaba en círculos por el salón, devorado por los nervios. Sabía que no lo soportaría. Necesitaba buscar una salida a su sufrimiento.

Se dio cabezazos contra la pared en un intento por perder la conciencia, el dolor que sentiría si no lo conseguía sería mucho peor que el de unos cuantos chichones al recobrar el conocimiento. No tuvo suerte. Tenía la cabeza magullada, pero no era nada en comparación a la mezcla de ira y terror que le martirizaba. No aguantaba más. Abrió un cajón y sacó un revólver. No lo pensó, apoyó el tembloroso cañón en la sien derecha y accionó el gatillo. El clic, tras meterse en su cabeza, rebotó y se propagó como un eco. Le dolió como si la bala ya se hubiese alojado en su interior, pero el dolor se debía al choque del percutor contra la recámara vacía.

—¡Mierda! —gritó. No había reparado en que estaba descargada.

Ya no tenía fuerzas para cargar la pistola y menos para soportar el chasquido del tambor y el martillo al armarla. La arrojó y la pantalla del televisor se hizo añicos. Cayó al suelo, mareado, sin fuerzas, pero plenamente consciente. El silencio de la multitud, previo al inicio de la marcha procesional, fue para Carlos como el resurgir del moribundo instantes antes del fin. La breve paz la interrumpió una llave penetrando en la cerradura y el casi imperceptible chirriar de la puerta de entrada. Utilizó la poca energía que conservaba para levantar la cabeza. Vio a su madre correr hacia él. La mujer le consiguió calzar unos enormes auriculares que inyectaron en Carlos un antídoto de ruido blanco justo cuando los tambores comenzaron a sonar.

domingo, 17 de mayo de 2015

Recuperando rimas... Latidos



Sueño que me susurras al oído
en estas frías noches de invierno.
Se van acelerando mis latidos
a la vez que se aviva un fuego interno
que ya creía extinto, en el olvido.
Renace en un inerte corazón,
ahíto y yermo de algo de pasión,
un sin fin de insólitas sensaciones
que pasaron siglos en el exilio.

Y despierto sudando a borbotones,
buscando un sueño que ya no concilio,
en una realidad que me castiga
sin colocar acento a tu palabra,
sin saber el aroma de una amiga,
haciendo a la distancia la macabra,
la que convierte todo en la utopía
que en este destino nos ha tocado.

Cierro los ojos al morir el día
y alcanzo a sentir que estás a mi lado.

Secreto de confesión

Dejó la casa del Señor para sumergirse directamente en las tinieblas. La noche la envolvía,  la acusaba. No pudo. Lo intentó pero no pudo confesar el pecado que la corroía y lo disfrazó de sueño. Ante el nuevo párroco, Damián, no encontró valor para relatar su fantasía, y menos para revelarle que ella, soltera y entera, tan devota, tan puritana, tan casta, ella que, a sus cincuenta años, no había conocido hombre alguno, había empezado a tocarse mientras fantaseaba. Y lo que más le avergonzaba, ¡sentía placer al hacerlo!
Aceleró el paso en un intento de dejar atrás a sus fantasmas. La oscuridad era ahora más densa. Una incipiente niebla la asfixiaba. Dobló una esquina, la del callejón que solía coger para atajar. El susto la paralizó y no pudo reaccionar. Una rápida mano acalló los gritos que rompían en su interior. Sin darse cuenta se vio aprisionada en un portón, los pechos aplastados contra una dura jamba y el tórax del extraño oprimiendo por la espalda. La mano libre del abusador le empezó a recorrer la cintura, los muslos, las caderas, a sobar las nalgas. Notó como le olfateaba el cuello introduciendo la nariz entre su melena.
—No te resistas, te va a gustar. —El susurro fue tan próximo al oído que le retumbó en la cabeza.
Una pierna irrumpió entre sus rodillas. Luchó por impedirlo pero las suyas cedieron. Se vio abierta y vulnerable, como la flor que el insecto intenta marchitar. Una mano con aguijones buscaba su néctar. Manuela cerraba con fuerza los ojos, como intento de escapar de la pesadilla. Temblaba. Aún entumecida por el pánico, adivinaba el caminar de unos dedos recorriendo su cuerpo, traspasando ya la ingle, esa frontera jamás franqueada. Era tal la voluntad del violador que, centrado en conseguir el inmaculado tesoro, relajó levemente la mordaza. Manuela aprovechó para hincar los dientes con todas sus fuerzas. Notó el sabor de la sangre, pero no aflojó el mordisco hasta sentirse liberada.
Temblorosa, asustada y culpable se sentía Manuela. Acurrucada en una esquina de la iglesia intentaba tranquilizar el acelerado pulso por la carrera. No se había fijado en que su agresor no la seguía, sólo corrió y corrió hasta sentirse a salvo de nuevo en la parroquia. Ahora era otro el demonio que la atormentaba, la culpa. «El Señor me ha castigado —repetía una y otra vez para sí misma—, he cometido sacrilegio y me ha castigado».
—¡Manuela!, ¿Qué hace ahí tirada? —No oyó acercarse al padre Damián— ¿Se ha caído? ¿Está usted herida?
—No, padre —contestó con la voz rota mientras se enjugaba las lágrimas con la manga—, estoy bien…
—¿cómo va a estar bien? Está usted llorando a mares… ¿Qué ha pasado?
—Pues… Pues… —Las palabras no le salían. Las lágrimas se derramaban con más fuerza. La respiración, entrecortada, no abastecía a los pulmones de suficiente oxígeno.— El señor me ha castigado, padre. He mentido en confesión.
—No será para tanto —intentó consolarla el padre Damián.
—Es muy grave, padre. El pecado es mucho peor, no lo soñé. Fantaseé mientras me tocaba, padre. ¿Entiende? Es repugnante —escupió entre sollozos—.
—Manuela, en los tiempos que corren, mucha gente hace cosas peores y no se martiriza por ello. Si te va ha hacer sentir mejor, puedo confesarte de nuevo.
—No, padre. No puedo…
—Deme las manos —dijo el padre Damián poniéndose a su altura— se sentirá mejor.
Manuela ofreció las manos con timidez. El padre Damián las cogió y las apretó. La fuerza con que lo hizo transmitía confianza y seguridad. Manuela se relajó y dejó que el calor del contacto la tranquilizara.
—Cierre los ojos, baje la cabeza y céntrese en la respiración. —Manuela obedeció.— Bien, llene los pulmones. Expulse el aire despacio. Controle el ritmo.
Estuvo varios minutos inspirando y expirando, dejándose hipnotizar por la voz del párroco. Abrió los ojos. Vio las grandes manos de Damián abrazando las suyas. La mano izquierda del cura estaba parcialmente cubierta por un vendaje. La pequeña mancha roja que aparecía en la limpia venda le hizo pensar que protegía una herida reciente. Un escalofrío recorrió su espalda.
—Manuela, ¿está arrepentida del pecado que causa el dolor en su alma? —Siguió el sacerdote.
Un nuevo temblor se apoderaba de Manuela. Pensó en salir corriendo, pero el padre Damián la sujetaba con fuerza.
—Sin arrepentimiento no hay absolución, Manuela… —La voz suave y serena del clérigo hizo que ella levantara la mirada. Se topó con los penetrantes ojos de Damián. Los estudió unos segundos.

—Padre, estoy totalmente arrepentida. No le volveré a morder.

sábado, 9 de mayo de 2015

Reto 5 líneas (pintura, poemas, temor) Gliese 0.2

Reto 5 líneas de Mayo de 2015


El capitán Hope Blackfly reunió a la tripulación. Sus caras eran poemas: quien menos tenía los ojos desorbitados o la mandíbula desencajada. La estampa parecía una pintura cubista. El temor se reflejaba en todos ellos.
—Ya conocen la situación. Sé que tienen miedo. Pero piensen que, si conseguimos habitar el planeta, la humanidad tendrá una segunda oportunidad. La Tierra está condenada. Esto puede ser el futuro de nuestros nietos.

viernes, 8 de mayo de 2015

Recuperando rimas... Aún te veo

A Blacky, un fantástico pastor alemán de pelo cano.


Sigo
tus últimas pisadas
y no están contigo,
están abandonadas
a medio camino.

Miro
pero no te veo,
sólo te imagino.
Cuento con los dedos
las veces que río
y me sobran diez.
Creo que la sonrisa
te tenía envidia
y también se fue.

Leo
pero no entiendo
lo que el destino
quiere decirnos.
Me deja triste,
mas puedo entender
que aunque no mire
siempre te veré.