domingo, 17 de mayo de 2015

Secreto de confesión

Dejó la casa del Señor para sumergirse directamente en las tinieblas. La noche la envolvía,  la acusaba. No pudo. Lo intentó pero no pudo confesar el pecado que la corroía y lo disfrazó de sueño. Ante el nuevo párroco, Damián, no encontró valor para relatar su fantasía, y menos para revelarle que ella, soltera y entera, tan devota, tan puritana, tan casta, ella que, a sus cincuenta años, no había conocido hombre alguno, había empezado a tocarse mientras fantaseaba. Y lo que más le avergonzaba, ¡sentía placer al hacerlo!
Aceleró el paso en un intento de dejar atrás a sus fantasmas. La oscuridad era ahora más densa. Una incipiente niebla la asfixiaba. Dobló una esquina, la del callejón que solía coger para atajar. El susto la paralizó y no pudo reaccionar. Una rápida mano acalló los gritos que rompían en su interior. Sin darse cuenta se vio aprisionada en un portón, los pechos aplastados contra una dura jamba y el tórax del extraño oprimiendo por la espalda. La mano libre del abusador le empezó a recorrer la cintura, los muslos, las caderas, a sobar las nalgas. Notó como le olfateaba el cuello introduciendo la nariz entre su melena.
—No te resistas, te va a gustar. —El susurro fue tan próximo al oído que le retumbó en la cabeza.
Una pierna irrumpió entre sus rodillas. Luchó por impedirlo pero las suyas cedieron. Se vio abierta y vulnerable, como la flor que el insecto intenta marchitar. Una mano con aguijones buscaba su néctar. Manuela cerraba con fuerza los ojos, como intento de escapar de la pesadilla. Temblaba. Aún entumecida por el pánico, adivinaba el caminar de unos dedos recorriendo su cuerpo, traspasando ya la ingle, esa frontera jamás franqueada. Era tal la voluntad del violador que, centrado en conseguir el inmaculado tesoro, relajó levemente la mordaza. Manuela aprovechó para hincar los dientes con todas sus fuerzas. Notó el sabor de la sangre, pero no aflojó el mordisco hasta sentirse liberada.
Temblorosa, asustada y culpable se sentía Manuela. Acurrucada en una esquina de la iglesia intentaba tranquilizar el acelerado pulso por la carrera. No se había fijado en que su agresor no la seguía, sólo corrió y corrió hasta sentirse a salvo de nuevo en la parroquia. Ahora era otro el demonio que la atormentaba, la culpa. «El Señor me ha castigado —repetía una y otra vez para sí misma—, he cometido sacrilegio y me ha castigado».
—¡Manuela!, ¿Qué hace ahí tirada? —No oyó acercarse al padre Damián— ¿Se ha caído? ¿Está usted herida?
—No, padre —contestó con la voz rota mientras se enjugaba las lágrimas con la manga—, estoy bien…
—¿cómo va a estar bien? Está usted llorando a mares… ¿Qué ha pasado?
—Pues… Pues… —Las palabras no le salían. Las lágrimas se derramaban con más fuerza. La respiración, entrecortada, no abastecía a los pulmones de suficiente oxígeno.— El señor me ha castigado, padre. He mentido en confesión.
—No será para tanto —intentó consolarla el padre Damián.
—Es muy grave, padre. El pecado es mucho peor, no lo soñé. Fantaseé mientras me tocaba, padre. ¿Entiende? Es repugnante —escupió entre sollozos—.
—Manuela, en los tiempos que corren, mucha gente hace cosas peores y no se martiriza por ello. Si te va ha hacer sentir mejor, puedo confesarte de nuevo.
—No, padre. No puedo…
—Deme las manos —dijo el padre Damián poniéndose a su altura— se sentirá mejor.
Manuela ofreció las manos con timidez. El padre Damián las cogió y las apretó. La fuerza con que lo hizo transmitía confianza y seguridad. Manuela se relajó y dejó que el calor del contacto la tranquilizara.
—Cierre los ojos, baje la cabeza y céntrese en la respiración. —Manuela obedeció.— Bien, llene los pulmones. Expulse el aire despacio. Controle el ritmo.
Estuvo varios minutos inspirando y expirando, dejándose hipnotizar por la voz del párroco. Abrió los ojos. Vio las grandes manos de Damián abrazando las suyas. La mano izquierda del cura estaba parcialmente cubierta por un vendaje. La pequeña mancha roja que aparecía en la limpia venda le hizo pensar que protegía una herida reciente. Un escalofrío recorrió su espalda.
—Manuela, ¿está arrepentida del pecado que causa el dolor en su alma? —Siguió el sacerdote.
Un nuevo temblor se apoderaba de Manuela. Pensó en salir corriendo, pero el padre Damián la sujetaba con fuerza.
—Sin arrepentimiento no hay absolución, Manuela… —La voz suave y serena del clérigo hizo que ella levantara la mirada. Se topó con los penetrantes ojos de Damián. Los estudió unos segundos.

—Padre, estoy totalmente arrepentida. No le volveré a morder.

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