sábado, 27 de enero de 2018

Manuel Salgado, investigador privado, y el caso del marinero

Manuel Salgado llegó a las seis de la mañana. Un vigilante de seguridad le identificó antes de dejarle pasar al callejón que daba al puerto, donde el cantinero dejó de barrer cristales para franquearle el paso.

—Buenos días, Ramón —saludó. El cantinero lo hizo moviendo la cabeza.


Junto a la cantina, un coche policía y un Panda al que unos perros morreaban. Caminó un pasillo entre contenedores portuarios y pilas de hierros. Al final, la escena.


El forense, agachado junto al cadáver, en un amasijo de tuberías metálicas justo bajo la borda de una embarcación, dictaba términos técnicos. El inspector Gutiérrez, de pie a dos metros escasos de médico y ayudante, girose al oír pasos.


—Buenos días, Salgado. Empezaba a pensar que no nos honraría con su presencia —ironizó el inspector.


—Hay que usar la cabeza, Gutiérrez. ¿Para qué pasar frío pudiendo esperar a que el doctor tenga avanzado su análisis?


—Pues podría haberse ahorrado el viaje. Aquí no hay caso...


—Cree que se trata de un suicidio, entonces —afirmó Salgado.


—¡Hasta usted lo ve claro!


Manuel disimuló media sonrisa y dejó hablar al inspector.


—El suicidio es la única explicación. El marinero de guardia avisó a las... tres y media —leyó el inspector en sus apuntes—. El vigilante confirma que nadie ha entrado ni salido en las últimas cinco horas. Dentro del puerto solo tenemos al cantinero, al capitán del barco, al marinero que hacía guardia y a quien debía relevarle hace una hora, el fiambre. Los demás, después de cenar en la cantina, salieron del puerto. No han regresado. El imaginaria, muy nervioso, ha declarado que el capitán embarcó a medianoche y el fallecido a las dos y media. Dice que poco después oyó un golpe seco, fue a ver y encontró a su compañero tendido, inerte sobre esos tubos de hierro. Entonces nos llamó.


—¿Y el capitán?


—Poco ha aportado. Cenó en la cantina, volvió al barco y se acostó. Durmió hasta despertarle el marinero de guardia. Y suerte que tenía poco que contar, apesta a enjuague bucal barato que tira para atrás.


—Interesante…


—¿Qué quiere decir?


—Nada, nada. ¿Y Ramón, qué ha declarado?


—¿Ramón?


—El cantinero.


—Bueno… Primero quiero oír al forense. Total, está todo claro.


—Cada vez más —dijo Salgado.


El médico forense salió del fárrago de hierros no sin dificultad.


—¿Y bien, doctor? —se adelantó Gutiérrez—. ¿Cayó desde allí arriba?


—Las heridas coinciden con un golpe desde esa altura contra esos hierros.


—¿Conforme, Salgado? Creo que puede volverse a su cueva…


—No vaya tan rápido, inspector. Doctor, ¿podrían ser lesiones de un atropello?


—¿Un atropello...? —dudó—. Sí, pero no parece lo más…


—¿No hay rozaduras en la ropa que indiquen eso? ¿Y no cree que falta sangre, que puede haber sido trasladado el cadáver?


—Pues…


—¿No habíamos quedado en que estaba claro lo del suicidio, Salgado?


—No, Gutiérrez. Dije que todo estaba cada vez más claro, no que se trate de un suicidio. El marinero no subió al barco. Ni se tiró por la borda ni fue empujado.


—¿Qué le hace pensar eso? ¿No ha escuchado las declaraciones?


—El marinero de guardia miente. Si alguien cae sobre esos tubos de hierro, no se oye un golpe seco...


—¿Qué pruebas tiene? ¿Cuál es su hipótesis?


—Las pruebas, si no las han borrado los perros a lametazos, las encontrará en el Seat Panda del cantinero; y en su basura habrá cristales del coche, los barrió hace un rato.


—¿El cantinero arrolló al marinero?


—Más despacio, Gutiérrez. Mi conjetura es que después de cenar todos en la cantina y marcharse el resto de los grumetes, quedaron solo los dos marineros y el capitán. Ramón, quien tiene hora de cerrar a las dos, a las seis aún estaba aquí. Sospecho que montó una de sus famosas timbas. En la última que estuve me desplumaron, por cierto. Empezaron a beber, discutieron, o uno acusó a otro de tramposo… Ramón nunca juega. Ni suele emborracharse, pero deduzco que encubre los hechos por miedo a perder la licencia.


»El asesino debió salir con las llaves que Ramón siempre deja colgadas detrás de la barra y esperar a la víctima con el motor en marcha.


—El marinero miente, ¡es el asesino!


—¿Acudiría el capitán al enjuague bucal a las seis de la mañana para disimular el alcohol de su aliento, ante tan hórrida noticia, sin estar implicado?


—Claro, ¡miente por orden del capitán!


—¡Qué perspicaz, Gutiérrez!


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